Por Jedú Sagárnaga para el Periódico Los Tiempos de Cochabamba.
Patrimonio El estado actual de la arqueología boliviana es realmente preocupante. Tiwanaku es sólo un ejemplo. De acuerdo al autor, el respeto que las autoridades enarbolan por lo originario es puro discurso.
El Instituto Nacional de Arqueología de Bolivia (INAR) nació en 1975 a instancias del reconocido investigador Carlos Ponce Sanginés. Derivaba a su vez del Centro de Investigaciones Arqueológicas en Tiwanaku (CIAT) que había sido creado en 1958 también por Ponce Sanginés. El INAR tenía metas concretas como institucionalizar una disciplina que en Bolivia era ejercida de manera desordenada, y sobretodo por extranjeros que veían en el país tierra fértil para llevar a cabo sus investigaciones que las más de las veces se constreñían a la “cosecha” de artefactos antiguos para ser luego exhibidos en museos de otros países.
Desde un principio se vio la necesidad de ordenar y reglamentar las labores de investigación arqueológica, centralizándose -además- la información pertinente. Los monumentos debían ser protegidos y el estado debía tomar a su cargo el resguardo y protección del patrimonio arqueológico.
Con ese afán se crearon Centros de Investigación en Iskanwaya, Samaipata, Copacabana y varios otros lugares para relievar importantes yacimientos dispersos en la amplia geografía boliviana. El continente y el mundo entero empezaron a percatarse que los bolivianos se disponían a revalorar su patrimonio arqueológico y el INAR cobró notoriedad universal.
La abrupta salida de Ponce Sanginés de la dirección del INAR en 1983 marcó el inicio de la debacle. Aún así el INAR permaneció como la entidad oficial rectora en materia de arqueología hasta una década después de su creación. Los posteriores gobiernos procedieron a la re-estructuración del aparato estatal, y en su afán de “modernización” fundieron el INAR con el INA (Instituto de Antropología) de cuya simbiosis emergió la Dirección Nacional de Antropología y Arqueología (DINAAR). Un apresurado divorcio dio lugar a la Dirección Nacional de Arqueología (DINAR), y -tiempo después - apareció la Unidad Nacional de Arqueología (UNAR) como un pálido reflejo de esa prestigiosa institución surgida hace ya 35 años.
Se entendía tal involución en regímenes neoliberales, pero nunca en el contexto de un gobierno que se dice “plurinacional” y que supuestamente promueve el respeto a las culturas llamadas originarias y la interculturalidad. Pues las culturas originarias, para su buen gobierno, tienen en nuestro territorio profundas raíces que nos remontan a varios milenios antes de la llegada de los españoles. Por otro lado, la interculturalidad no solo debería entenderse en sentido sincrónico, sino también diacrónico.
Tiwanaku, por ejemplo, no debería ser solo un sitio para usarse en las entronizaciones presidenciales, o con fines turísticos.
Es, a no dudarlo, el monumento más importante del pasado precolombino en Bolivia, no solo por la grandiosidad material de sus monumentos, sino por el significado histórico y social que de ellos podemos aprehender.
Ahora bien, se dice en los corrillos que la UNAR se ha convertido en UAR, es decir que se le ha quitado el carácter nacional a la ya empobrecida institución (aunque se puede argumentar que el Estado es ahora plurinacional). Pero ello no es todo. Se dice, también, que se está pensando en convertirla, ahora, en una “Oficina de Arqueología, Arte Rupestre y Paleontología”. A este paso, pronto será el “Escritorio de Arqueología y piedras de colores” en el banco de alguna plaza. El claro afán de minimizar semejante repartición del Estado es incomprensible, más aún cuando los países latinoamericanos -todos- están haciendo grandes esfuerzos por revalorizar su herencia ancestral, en el entendido de que en ella descansa gran parte de la identidad de los pueblos que los componen.EL PAPEL DE LA ARQUEOLOGÍA Para muchos la arqueología es solo un pasatiempo de unos cuantos “arqueó-locos” que se entretienen buscando cacharros; para otros un país pobre como el nuestro no debería erogar dinero en buscar antiguallas. Son criterios absurdos y errados de quienes ignoran el papel de la arqueología en países subdesarrollados. No es que los países desarrollados invierten en arqueología porque son ricos; sucede al contrario: Son ricos porque invierten en arqueología. Pero no solo es política de los países desarrollados. Sin ir lejos, ya hace décadas que el gobierno mexicano destinó sumas fantásticas para la puesta en valor de Teotihuacán contra la opinión mayoritaria que decía que ello era un desatino, más aún cuando había mexicanos que morían de hambre. Hoy Teotihuacán le significa a ese país mesoamericano ingresos millonarios por concepto de turismo. Pero ello es secundario, ya que no comparto el criterio según el cual lo arqueológico es sólo un recurso turístico (al estilo neoliberal tan denostado por nuestras actuales autoridades). Teotihuacán es un referente identitario poderoso para los mexicanos que con orgullo ven a este y muchos otros monumentos como parte de su proceso y devenir histórico.
Cosa semejante hacen nuestros vecinos, los peruanos, que tienen al Cusco, Machu Picchu, Chan Chan, Sipán, Chavín, y muchos otros sitios arqueológicos como símbolos de la nacionalidad peruana. El año pasado Caral, la ciudad más antigua de América ubicada a doscientos kilómetros de Lima, fue declarada Patrimonio de la Humanidad. Ello no hubiese sido posible si la arqueóloga Ruth Shady no recibía el espaldarazo moral y económico (gigantesco por cierto) del gobierno peruano.
Existe, por tanto, un concepto equivocado de la arqueología promovido a veces por los propios arqueólogos.
Por ejemplo John Eric Sidney Thompson en la introducción de su obra “Historia y Religión de los Mayas” -nada más al inicio - señala que la “Arqueología es el estudio de las culturas muertas.” En cierto sentido así es, pero es una definición que hay que matizar. En primer lugar cuando se dice “culturas muertas” habría que preguntarse: “Muertas… ¿Para quién?” ¿Para Sir Thompson, un arqueólogo inglés de principios del siglo pasado? Seguramente. ¿Qué entronque pueden tener los arqueólogos europeos o norteamericanos con las culturas que estudian en Mesoamérica o los Andes?, ninguno por supuesto. Pero ¿Y los actuales habitantes de México, Guatemala, Honduras, etc. que aún hoy hablan maya y que tienen ancestrales costumbres?, ¿Y los que en nuestro territorio se reclaman como quechuas, aymaras, guaraníes, etc.? ¿No tienen ellos un claro entronque con las culturas precolombinas que nos han legado tan inmensa riqueza? Que no lo sepan nuestros actuales gobernantes es realmente preocupante y deja al descubierto una dolorosa verdad: El respeto que tanto enarbolan por lo originario (andino, chaqueño y amazónico) es puro discurso.
La arqueología nos acerca a diversas realidades del pretérito que, sin embargo, permiten observar ciertas continuidades de suma importancia en el presente. No sólo en las complejas lenguas que se desarrollaron en el ámbito andino antes de la intromisión europea y que hoy, aunque permeadas por el castellano, mantienen vigencia en millones de los habitantes del país; no solo en sus saberes (como la manufactura de textiles, o la medicina), sino también en la cosmovisión. Se preguntará el lector ¿Cómo es que podemos observar la cosmovisión a través de la arqueología? En efecto los sistemas de creencias, la ideología y otras características de las sociedades antiguas no se “fosilizan” (materializan), pero lo que si puede permanecer son las expresiones materiales del culto o la ideología. Un ejemplo: En Pariti, entre 2004 y 2005, un equipo de arqueólogos liderado por A. Korpisaari y mi persona, excavó decenas de piezas cerámicas que habían sido fabricadas hace mil años por los tiwanakotas por pares ¿Por qué se habían dado el trabajo de hacer dos piezas similares y repetir la acción cientos de veces?, pues eran vasijas usadas en alianzas rituales, uniones entre parcialidades, entre pares opuestos y complementarios. La tradición venía de mucho antes (pues se tienen evidencias de la misma ya en Chiripa) y permaneció a través de los siglos, entre los incas y -ya en la sociedad colonial - entre sus descendientes.
Hoy la etnología comprueba con asombro que la costumbre milenaria permanece latente en los Andes bolivianos y no refleja otra cosa que la dualidad que rige en la cosmovisión de nuestros pueblos.
En segundo lugar, si bien la gente que produjo los bienes materiales que estudia la arqueología efectivamente ha desaparecido, y la sociedad ha cambiado, quienes hoy habitamos este suelo somos sus herederos sino biológicos, al menos culturales pues nuestra actual generación es la suma de las pasadas generaciones y precisamente la arqueología tiene la función de encontrar sus orígenes y procesos.
Que, según la actual Constitución Política del Estado, los municipios y OTBs administren sus recursos culturales y establezcan sus propias Unidades de Arqueología, me parece bien. Pero que cada uno de ellos esté facultado a otorgar permisos de investigación y manejen el patrimonio (que al final de cuentas es del pueblo boliviano en su conjunto) a su libre albedrío, me parece caótico. Más aún, se precisa de una entidad que, en coordinación con las prefecturas, los municipios y las OTBs establezca y haga cumplir las normas referidas al estudio y conservación de nuestros recursos arqueológicos. Y que además centralice la información, sin la cual no se podrían elaborar cuadros explicativos globales y síntesis de los procesos histórico-culturales de lo que hoy se llama Bolivia.
Los hombres y mujeres que otrora habitaron lo que hoy es Bolivia nos han legado una rica herencia que se traduce en restos materiales cuyo significado los arqueólogos nos empeñamos en descubrir, y luego convertir en información que pretendemos compartir con la gente en forma de conocimiento.
Por tanto los objetos como tales son sólo el receptáculo del espíritu de nuestros pueblos; el alma que hace que seamos un país diverso y orgulloso de sus raíces más profundas.
El Instituto Nacional de Arqueología de Bolivia (INAR) nació en 1975 a instancias del reconocido investigador Carlos Ponce Sanginés. Derivaba a su vez del Centro de Investigaciones Arqueológicas en Tiwanaku (CIAT) que había sido creado en 1958 también por Ponce Sanginés. El INAR tenía metas concretas como institucionalizar una disciplina que en Bolivia era ejercida de manera desordenada, y sobretodo por extranjeros que veían en el país tierra fértil para llevar a cabo sus investigaciones que las más de las veces se constreñían a la “cosecha” de artefactos antiguos para ser luego exhibidos en museos de otros países.
Desde un principio se vio la necesidad de ordenar y reglamentar las labores de investigación arqueológica, centralizándose -además- la información pertinente. Los monumentos debían ser protegidos y el estado debía tomar a su cargo el resguardo y protección del patrimonio arqueológico.
Con ese afán se crearon Centros de Investigación en Iskanwaya, Samaipata, Copacabana y varios otros lugares para relievar importantes yacimientos dispersos en la amplia geografía boliviana. El continente y el mundo entero empezaron a percatarse que los bolivianos se disponían a revalorar su patrimonio arqueológico y el INAR cobró notoriedad universal.
La abrupta salida de Ponce Sanginés de la dirección del INAR en 1983 marcó el inicio de la debacle. Aún así el INAR permaneció como la entidad oficial rectora en materia de arqueología hasta una década después de su creación. Los posteriores gobiernos procedieron a la re-estructuración del aparato estatal, y en su afán de “modernización” fundieron el INAR con el INA (Instituto de Antropología) de cuya simbiosis emergió la Dirección Nacional de Antropología y Arqueología (DINAAR). Un apresurado divorcio dio lugar a la Dirección Nacional de Arqueología (DINAR), y -tiempo después - apareció la Unidad Nacional de Arqueología (UNAR) como un pálido reflejo de esa prestigiosa institución surgida hace ya 35 años.
Se entendía tal involución en regímenes neoliberales, pero nunca en el contexto de un gobierno que se dice “plurinacional” y que supuestamente promueve el respeto a las culturas llamadas originarias y la interculturalidad. Pues las culturas originarias, para su buen gobierno, tienen en nuestro territorio profundas raíces que nos remontan a varios milenios antes de la llegada de los españoles. Por otro lado, la interculturalidad no solo debería entenderse en sentido sincrónico, sino también diacrónico.
Tiwanaku, por ejemplo, no debería ser solo un sitio para usarse en las entronizaciones presidenciales, o con fines turísticos.
Es, a no dudarlo, el monumento más importante del pasado precolombino en Bolivia, no solo por la grandiosidad material de sus monumentos, sino por el significado histórico y social que de ellos podemos aprehender.
Ahora bien, se dice en los corrillos que la UNAR se ha convertido en UAR, es decir que se le ha quitado el carácter nacional a la ya empobrecida institución (aunque se puede argumentar que el Estado es ahora plurinacional). Pero ello no es todo. Se dice, también, que se está pensando en convertirla, ahora, en una “Oficina de Arqueología, Arte Rupestre y Paleontología”. A este paso, pronto será el “Escritorio de Arqueología y piedras de colores” en el banco de alguna plaza. El claro afán de minimizar semejante repartición del Estado es incomprensible, más aún cuando los países latinoamericanos -todos- están haciendo grandes esfuerzos por revalorizar su herencia ancestral, en el entendido de que en ella descansa gran parte de la identidad de los pueblos que los componen.EL PAPEL DE LA ARQUEOLOGÍA Para muchos la arqueología es solo un pasatiempo de unos cuantos “arqueó-locos” que se entretienen buscando cacharros; para otros un país pobre como el nuestro no debería erogar dinero en buscar antiguallas. Son criterios absurdos y errados de quienes ignoran el papel de la arqueología en países subdesarrollados. No es que los países desarrollados invierten en arqueología porque son ricos; sucede al contrario: Son ricos porque invierten en arqueología. Pero no solo es política de los países desarrollados. Sin ir lejos, ya hace décadas que el gobierno mexicano destinó sumas fantásticas para la puesta en valor de Teotihuacán contra la opinión mayoritaria que decía que ello era un desatino, más aún cuando había mexicanos que morían de hambre. Hoy Teotihuacán le significa a ese país mesoamericano ingresos millonarios por concepto de turismo. Pero ello es secundario, ya que no comparto el criterio según el cual lo arqueológico es sólo un recurso turístico (al estilo neoliberal tan denostado por nuestras actuales autoridades). Teotihuacán es un referente identitario poderoso para los mexicanos que con orgullo ven a este y muchos otros monumentos como parte de su proceso y devenir histórico.
Cosa semejante hacen nuestros vecinos, los peruanos, que tienen al Cusco, Machu Picchu, Chan Chan, Sipán, Chavín, y muchos otros sitios arqueológicos como símbolos de la nacionalidad peruana. El año pasado Caral, la ciudad más antigua de América ubicada a doscientos kilómetros de Lima, fue declarada Patrimonio de la Humanidad. Ello no hubiese sido posible si la arqueóloga Ruth Shady no recibía el espaldarazo moral y económico (gigantesco por cierto) del gobierno peruano.
Existe, por tanto, un concepto equivocado de la arqueología promovido a veces por los propios arqueólogos.
Por ejemplo John Eric Sidney Thompson en la introducción de su obra “Historia y Religión de los Mayas” -nada más al inicio - señala que la “Arqueología es el estudio de las culturas muertas.” En cierto sentido así es, pero es una definición que hay que matizar. En primer lugar cuando se dice “culturas muertas” habría que preguntarse: “Muertas… ¿Para quién?” ¿Para Sir Thompson, un arqueólogo inglés de principios del siglo pasado? Seguramente. ¿Qué entronque pueden tener los arqueólogos europeos o norteamericanos con las culturas que estudian en Mesoamérica o los Andes?, ninguno por supuesto. Pero ¿Y los actuales habitantes de México, Guatemala, Honduras, etc. que aún hoy hablan maya y que tienen ancestrales costumbres?, ¿Y los que en nuestro territorio se reclaman como quechuas, aymaras, guaraníes, etc.? ¿No tienen ellos un claro entronque con las culturas precolombinas que nos han legado tan inmensa riqueza? Que no lo sepan nuestros actuales gobernantes es realmente preocupante y deja al descubierto una dolorosa verdad: El respeto que tanto enarbolan por lo originario (andino, chaqueño y amazónico) es puro discurso.
La arqueología nos acerca a diversas realidades del pretérito que, sin embargo, permiten observar ciertas continuidades de suma importancia en el presente. No sólo en las complejas lenguas que se desarrollaron en el ámbito andino antes de la intromisión europea y que hoy, aunque permeadas por el castellano, mantienen vigencia en millones de los habitantes del país; no solo en sus saberes (como la manufactura de textiles, o la medicina), sino también en la cosmovisión. Se preguntará el lector ¿Cómo es que podemos observar la cosmovisión a través de la arqueología? En efecto los sistemas de creencias, la ideología y otras características de las sociedades antiguas no se “fosilizan” (materializan), pero lo que si puede permanecer son las expresiones materiales del culto o la ideología. Un ejemplo: En Pariti, entre 2004 y 2005, un equipo de arqueólogos liderado por A. Korpisaari y mi persona, excavó decenas de piezas cerámicas que habían sido fabricadas hace mil años por los tiwanakotas por pares ¿Por qué se habían dado el trabajo de hacer dos piezas similares y repetir la acción cientos de veces?, pues eran vasijas usadas en alianzas rituales, uniones entre parcialidades, entre pares opuestos y complementarios. La tradición venía de mucho antes (pues se tienen evidencias de la misma ya en Chiripa) y permaneció a través de los siglos, entre los incas y -ya en la sociedad colonial - entre sus descendientes.
Hoy la etnología comprueba con asombro que la costumbre milenaria permanece latente en los Andes bolivianos y no refleja otra cosa que la dualidad que rige en la cosmovisión de nuestros pueblos.
En segundo lugar, si bien la gente que produjo los bienes materiales que estudia la arqueología efectivamente ha desaparecido, y la sociedad ha cambiado, quienes hoy habitamos este suelo somos sus herederos sino biológicos, al menos culturales pues nuestra actual generación es la suma de las pasadas generaciones y precisamente la arqueología tiene la función de encontrar sus orígenes y procesos.
Que, según la actual Constitución Política del Estado, los municipios y OTBs administren sus recursos culturales y establezcan sus propias Unidades de Arqueología, me parece bien. Pero que cada uno de ellos esté facultado a otorgar permisos de investigación y manejen el patrimonio (que al final de cuentas es del pueblo boliviano en su conjunto) a su libre albedrío, me parece caótico. Más aún, se precisa de una entidad que, en coordinación con las prefecturas, los municipios y las OTBs establezca y haga cumplir las normas referidas al estudio y conservación de nuestros recursos arqueológicos. Y que además centralice la información, sin la cual no se podrían elaborar cuadros explicativos globales y síntesis de los procesos histórico-culturales de lo que hoy se llama Bolivia.
Los hombres y mujeres que otrora habitaron lo que hoy es Bolivia nos han legado una rica herencia que se traduce en restos materiales cuyo significado los arqueólogos nos empeñamos en descubrir, y luego convertir en información que pretendemos compartir con la gente en forma de conocimiento.
Por tanto los objetos como tales son sólo el receptáculo del espíritu de nuestros pueblos; el alma que hace que seamos un país diverso y orgulloso de sus raíces más profundas.
* El autor es arqueólogo, miembro de la Sociedad de Arqueología de La Paz (SALP), de la Sociedad de Estudios Históricos y Patrimonio Cultural, y docente de la Carrera de Arqueología.)
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