23 de enero de 2019

REPLICA DE JEDU SAGARNAGA EN TORNO A LA PUBLICACIÓN DE LA RAZÓN SOBRE LOS CHULLPARES DE CONDOR AMAYA




La presente publicación se efectúa en virtud a una solicitud hecha por el arqueólogo Jedú Sagárnaga a la comisión de Relaciones Públicas de la Sociedad de Arqueología de La Paz.

La Paz, 20 de enero de 2019

Señora:
Claudia Benavente
Directora de La Razón
Presente.

Señora Directora:
Ayer en la sección “Lo Interesante”, apareció un artículo bajo el título “Chullpares: Pueblos demandan a un arqueólogo la devolución de piezas”, rótulo tendencioso, por cierto, ya que el lector solo de leerlo se imagina que un arqueólogo saqueó un lugar y se robó las piezas.
Me senté con vuestro periodista, el Sr. Erick Ortega, casi media hora a tomar un café y explicarle la situación. Creo que fue la media hora peor empleada en mis últimas semanas, pues Ortega ya tenía en la cabeza claro el afán de hacer quedar al arqueólogo como un bellaco, y nuestra reunión iba a servir solamente para evidenciar que se había escuchado a la contraparte. Por ello me veo obligado a volver al recuento de los hechos.
Construcción de la Carretera Patacamaya – Tambo Quemado.
En 1996/97, junto a un grupo de investigadores, llevamos a cabo el estudio de impacto arqueológico de la carretera que se construía por entonces. Se reportaron 15 sitios desde Patacamaya hasta el río Desaguadero, siendo 14 caracterizados por conjuntos de torres funerarias llamadas chullpas o chullpares. Pudo, entonces, recuperarse cierto material que más tarde fue entregado al Museo Eduardo López Rivas de Oruro, donde aún se conserva. ¿Momias?, ninguna. Huesos sí había, aunque no se recogieron todos. Ese material provenía, por tanto, de muchos sitios y no precisamente de Cóndor Amaya / Huayllani.
Pero en efecto, aquel año, en el marco del proyecto citado, llegamos al complejo de Cóndor Amaya / Huayllani, cuyas estructuras desde casi el inicio del proyecto yo había visibilizado desde la carretera a varios kilómetros, fuera del área de influencia del proyecto carretero. Preguntaba a los miembros del equipo: “¿Eso que se ve allí lejos, no son torres?”. Obviamente ellos tampoco sabían, así que casi a la conclusión de las labores decidí que debíamos llegar al lugar sea como fuere. El acceso resultó muy difícil. Primero nos costó encontrar el camino de acceso, y luego comprobamos que éste era pésimo y que, en parte, se había desmoronado. Casi que no llegamos, pero cuando lo hicimos, no podía salir de mi asombro al contemplar algunas de las torres de adobe más imponentes que había visto hasta entonces. No eran las mejor conservadas, ni las más grandes ni las más bellas (pues las del Río Loa son mucho más hermosas), pero estas me fascinaron, y desde entonces me sentí cautivado. Data de entonces el primer reporte científico que elevé a la Unidad Nacional de Arqueología, y al que prosiguieron muchos otros incluidos artículos periodísticos y científicos.
Lo más triste fue comprobar que las torres estaban totalmente saqueadas. Los comunarios echaban la culpa primero a los colonizadores españoles, y luego a los gringos turistas que, según ellos,  entraban y sacaban sus supuestos tesoros de manera inmisericorde y sin control. Pero cuando los arqueólogos llegan a los sitios arqueológicos a trabajar, resultan ser el nuevo “culpable” del expolio. Les ha ocurrido a mis colegas y me ha ocurrido a mí, no una sino muchas veces. Recuerdo, incluso, que más de veinte años atrás fui acusado de haberme llevado la “yunta de oro” que supuestamente existía en una chullpa de Warijana, y a otro colega le reclamaron la “vara de oro” de Manco Kapac. Ambas cosas, y muchas otras, solo existen –por supuesto– en los imaginarios colectivos que construyen las comunidades a partir de leyendas o textos escolares. Pero en rigor de verdad, son los propios comunarios los que producen el destrozo.
Una torre se derrumba.
Desde 1996 volví al yacimiento una y otra vez, año tras año. En 2001, una gran torre se desmoronó por efecto de las lluvias y la inestabilidad del terreno debido a las labores agrícolas que se practicaban a escasos centímetros de las estructuras prehispánicas. Tras conocer la noticia me constituí en el lugar con gran pesar. Comprobé, sin embargo, que yo era el único que se lamentaba por la pérdida, y que a los comunarios no les interesaba. Hasta es posible que se alegraran, pues varias veces dijeron que las torres les quitaban espacio de siembra.
En 2004 conseguí unos muy pequeños fondos que alcanzaron para hacer un levantamiento topográfico del área en que se levantaban las 21 torres (44 podrían verse luego de ingerir bastante chicha). También, gracias al apoyo del arqueólogo Oswaldo Rivera, conseguí ayuda del PLANE que empedró el camino desde la carretera hasta casi el ingreso a Cóndor Amaya, bajo la modalidad de alimento por trabajo. Firmamos un acuerdo de cooperación no solo con Huayllani y Cóndor Amaya, sino con Kultani, pues para llegar al área arqueológica debía pasarse por esa comunidad, y como se pretendía poner en valor el complejo, esas 3 comunidades podrían beneficiarse con el turismo. Fui nombrado, entonces, “Centinela” de las ruinas.
“Monumento Nacional”.
Conseguir fondos, no fue ni es tarea fácil en el campo de la arqueología. Así que por años estuve peregrinando en busca de apoyo. En 2006 finalmente conseguí, con la ayuda del Sr. Argatha y de un par de Senadores que él me presentó, que el yacimiento se declarara “Monumento Nacional” pero sin que la comunidad se hubiera dignado siquiera acompañarnos en el proceso. Recuerdo que hubo una sesión en el Parlamento a la cual llevé mi propuesta acompañada de diapositivas y el mejor discurso que pude elaborar. La declaratoria se aprobó en pleno. En uno de los apartados se decía que se destinarían recursos para atender el estudio y la conservación de las ruinas, pero nunca se desembolsó un solo peso para atender el monumento.
Logré, luego, su declaratoria como “Patrimonio Departamental” y finalmente como “Patrimonio Municipal de Umala”. Adjunto nombramientos.
A diez años del descubrimiento científico.
Con ese mismo impulso, en 2007 la Embajada de Holanda nos concedió unos fondos para poder intervenir en el lugar. El equipo estuvo constituido por investigadores bolivianos, siendo que el trabajo de campo fue encargado a Juan Villanueva. Los resultados fueron halagadores, y fueron plasmados en sendos informes que se entregaron a la Unidad de Arqueología. Pero también se reflejaron en artículos publicados en la revista Chachapuma (N°3).
Con la evidente satisfacción de la Embajada mencionada, tanto por los resultados como por la diáfana rendición de cuentas, pudo llevarse a cabo una segunda temporada de trabajo en 2008. Si bien las torres estaban vacías por el huaqueo de 5 siglos, los arqueólogos localizamos un par de cementerios subterráneos logrando recuperar un material (sobre todo cerámico) científicamente importante que principalmente se refiere al Período Intermedio Tardío, poco conocido en la arqueología boliviana. Los restos esqueletales fueron estudiados in situ por nuestra osteóloga (Tania Patiño), y vueltos a inhumar, salvo cuando se identificaba una malformación diagnóstica o deformación craneal. Si el periodista se hubiese dado el trabajo de revisar los informes y publicaciones, sabría que nunca encontramos momias y que las piezas líticas recuperadas eran sobre todo “taquisas” o rudimentarios instrumentos líticos para la agricultura. Que un par de comunarios le hubiesen dicho que nos llevamos la “máscara de Tutankamon”, no sería de extrañarse; pero que el periodista lo reproduzca sin miramientos, eso sí dice poco de su seriedad.
Conviene señalar que en las inmediaciones de las torres habilitamos una habitación en una vieja casa, como depósito. Compramos ventanas, puerta, candados de seguridad, vitrinas, estantes, etc. y pusimos allí restos óseos, fragmentos cerámicos y líticos recuperados en las excavaciones. El resto fue trasladado a La Paz, a fin de realizar las consabidas labores de gabinete. Cuando retornamos al lugar, encontramos todo un caos: la puerta del depósito había sido violentada, y los muebles robados. Los materiales habían sido arrojados sin cuidado ni respeto y estaba todo desbaratado. Se rescató lo que se pudo.
En todo caso, haciendo un recuento de las acciones, para entonces habíamos logrado mejorar el ingreso al área, hacer un levantamiento topográfico, prospectar, excavar y recuperar materiales, pero aún faltaba mucho por hacer. Sobretodo tomando en cuenta el hecho de que las tumbas amenazaban con seguir el camino de la torre desmoronada en 2001, es decir, que había que consolidarlas de alguna manera. Acudí nuevamente a varias instituciones y obviamente pedí ayuda al Ministerio de Culturas. En febrero de 2013 las cámaras de un canal televisivo nos acompañó al lugar, para ver el estado de conservación de las torres y ese mismo medio entrevistó luego al Ministro Groux quien se comprometió a enviar un equipo de “expertos” para una evaluación, según se puede apreciar en el video que adjunto para Uds. ello no se dio. Tampoco obtuve la más mínima respuesta a mis solicitudes.
Por entonces, la única persona que prestó algún apoyo a nuestra iniciativa, fue el Alcalde Apolinar Baltasar quien, al menos, extendió los permisos respectivos.
2014 y la ayuda estadounidense.
En 2014 concursamos por los Fondos del Embajador, programa de la Embajada de los Estados Unidos, consiguiendo un soporte económico para intervenir en algunas de las torres más dañadas, pero además, para inventariar las torres de otro complejo no muy distante, totalmente olvidado y desprotegido: Micayani. Los fondos debían alcanzar, además, para enviar unas muestras para análisis de carbono 14 y para catalogar las piezas recuperadas en las temporadas 2007 y 2008.
Para la intervención arquitectónica, se contrató a un arquitecto de reconocida trayectoria, Fidel Cossio. Se dice en la nota que nuestra intervención fue inapropiada. Lastimosamente al periodista no le interesó hablar con Cossio, pues ya tenía la versión de la señora (no arqueóloga) Delaveris quien intervino en las torres el pasado año (2018), con unos fondos suizos que se consiguieron gracias a mi intervención, pero esa es otra historia. Delaveris se afanó en críticar nuestras labores de forma dañina y mediocre, y eso siempre encanta a algunos redactores.
Tanto el inventario de Micayani, como el análisis de C-14 y la catalogación de las piezas también fueron labores exitosas. En el desarrollo de las mismas, contamos con el apoyo del Secretario General de Cóndor Amaya, Armando Colque, un hombre visionario que tuvo la idea de proteger el área arqueológica y consiguió, con nuestra ayuda, varios rollos de malla olímpica. Fui yo quien les desanimó de colocar el enmallado en torno a las tumbas, pues rompería con el magnífico paisaje, aunque quizás hubiese sido oportuno, pues los sembradíos han vuelto a apoderarse del área poniendo en riesgo las torres, y nuevamente las vacas y ovejas han vuelto a pastar allí, tal y como fuera antes de nuestra intervención.
Ese mismo año una joven del lugar, que dijo llamarse Neiza Flores (aunque después firmaba como Neiza Huayta y que en la reciente nota periodística figura como Nelia Huayta), nos contactó para pedir que le indemnizáramos pues señalaba que el área arqueológica le pertenecía a su familia. También pedía que le devolviéramos “sus piezas”. Le expliqué que nosotros éramos arqueólogos, no funcionarios del Tesoro General de la Nación, o cualquier instancia encargada de ver temas de tierras. También se le explicó que las torres no le pertenecían precisamente a ella ni a su familia, lo mismo que las piezas. En rigor de verdad, la Constitución Política del Estado vigente señala, en su artículo 98, que la riqueza arqueológica es patrimonio del “pueblo boliviano”. O sea que las comunidades son dueñas de los restos materiales muebles e inmuebles, pero también las familias, y las personas. Asimismo las del lugar y las que no lo son. Le señalé eso al periodista usando la figura metafórica: “Esas piezas les pertenecen tanto a ellos como a mí, y a usted”. Ortega no transcribió las últimas 3 palabras: “y a usted”.
Por tanto, el patrimonio es de los bolivianos, y la Asamblea Constituyente así lo ha establecido, solo que eso no se quiere decir en voz alta, porque puede ser motivo de controversia. Pero el concepto es muy significativo, pues en la CPE anterior el dueño era el “Estado Boliviano”, casi lo mismo, pero más abstracto. Ahora no hay mucho dónde perderse, salvo que algunos sectores no sean reconocidos como “pueblo”. Es más. Más allá de la ley de leyes, el arqueólogo crea –quiera o no– una relación afectiva con el sujeto de estudio que, en este caso, son los grupos que erigieron los monumentos que tras 5 siglos se yerguen aún para reivindicar nuestros más antiguos valores. Eso le da un sentido de pertenencia bilateral: tanto le pertenece el sitio al arqueólogo, como el arqueólogo pertenece al sitio.
Volviendo al caso de la joven Huayta, o Flores, a ella se le pidió que enseñara los títulos de propiedad que su familia tenía sobre el lugar, pero nunca lo hizo, simplemente porque, según los propios pobladores, no los tenía. Pero en septiembre de 2015 ella presentó una queja ante el Defensor del Pueblo, misma que fue enviada a la Unidad de Arqueología y Museos (UDAM), y de allí remitida a mi persona con una petición de informe que me di prisa en contestar. De esa forma entregué un legajo de 15 hojas junto con una copia enanillada de la catalogación de piezas y un CD conteniendo una colección de fotos e inventarios digitales;  al Viceministerio de Interculturalidad, con copia a la Dirección de Patrimonio, Jefatura de la UDAM, al Ministro de Culturas, a Asesoría Jurídica del mismo ministerio y al sr. José Hidalgo Guarachi, representante especial de la Defensoría del Pueblo, haciendo un descargo y una explicación completa sobre el tema. Adjunto copia de la carta fechada el 14 de septiembre de aquel año. O sea que decir que nunca se respondió, es falso a todas luces. Además, que yo sepa, no hubo otro reclamo.
Entrega vs. Devolución.
Sé que el espacio en un periódico es siempre un tema álgido, pero el último tema tiene que ver con la parte saliente del artículo de Ortega. Según las normas vigentes desde hace más de una década, el arqueólogo responsable es el depositario de las piezas a recuperarse, y debe velar por proveerles de un destino adecuado. No es obligación del arqueólogo instalar un repositorio, pero esa y las otras tareas me eché a las espaldas desde que visité las ruinas por vez primera. La UDAM no posee espacios adecuados, y lo que normalmente procede es la entrega de los materiales a los gobiernos municipales involucrados, pero bajo condiciones mínimamente adecuadas. En ese sentido hablé con los sucesivos alcaldes de Umala pidiéndoles apoyo económico para la instalación de un museo en Huayllani / Cóndor Amaya pero siempre obtuve la misma respuesta: Su POA era insuficiente para encarar el proyecto. Hubo un alcalde que me contó que en Umala se iba a restaurar una vieja casona para la Alcaldía y que allí tal vez podrían darnos un cuarto para habilitarlo como museo. Eso era mejor que nada, pero la idea no les agradaba a los comunarios que querían el museo en sus predios cerca de las torres, ya que Umala está lejos de allí. Pero tampoco generaban ideas para lograr su cometido. Así las cosas toqué las puertas del Ministerio de Culturas en al menos 2 ocasiones, de algunas embajadas y de otras instituciones (como el BID) en busca de financiamiento para el museo. Incluso el 2018 tuve algunas conversaciones con la Embajada de España, todas ellas infructuosas hasta el momento. Alternativamente solicité instrucciones a las autoridades del Ministerio de Culturas para saber qué hacer con los materiales, pero no las recibí.
En todo caso, entregar las piezas y devolverlas, son cosas distintas, pues lo segundo parece señalar hurto, que no ha habido en este caso. Y para poder entregar las piezas, es nuestro deseo lograr la instalación de un repositorio adecuado, ya sea en el lugar o en Umala. Incluso en La Paz, si el caso ameritase. Además creo que nos asiste el derecho a coadyuvar en el montaje, como autores intelectuales de la investigación hasta ahora realizada.
Por lo demás, nuestra relación con la comunidad siempre fue horizontal. Ni la del arqueólogo sometido a los caprichos del poblador, ni la del arqueólogo autoritario. Y de eso pueden dar cuenta todos quienes trabajaron asalariados en los distintos emprendimientos. El señor Armando Colque, quien fuera autoridad local, es el único que constantemente me contactó y me contacta, siendo que todo el mundo tiene mi número de celular, incluido el sr. Ortega quien no tuvo dificultades para encontrarme y entrevistarme, y yo no tuve reparos en conversar con él, creyendo en su profesionalismo.
Aún no he bajado las manos, y creo que alguna institución podría apoyar la creación de un museo, pero un tema preocupante es el de la seguridad, sobretodo en atención a que los comunarios –no todos– son volubles y poco comprometidos con el tema patrimonial. Hago votos para que algún rato se coronen nuestros esfuerzos. Entretanto seguiré decepcionando a quienes deseen enlodar mi imagen.
Señora directora: Es muy posible que Ud. se anime a arrojar esta nota al cesto de basura pero, respetuosamente, creo que me asiste el derecho a la réplica, por cuanto agradecería su publicación.
Con este ingrato motivo, le saludo cordialmente:


Arql. Jédu Sagárnaga
C.I. 2064025 L.P.


Fig. 1. Camino de acceso a las ruinas, hoy parcialmente empedrado. 


Figs. 2 . Reunión del 18 de febrero de 2004 en Huayllani.

Fig. 4. Técnicos de Save the Children y Arqueólogos, se reúnen en el sitio arqueológico.


Figs. 6  Cultivos muy próximos a las torres, amenazan su conservación.

Fig. 7. El ganado vacuno pace dentro las mismas ruinas.

Fig. 8. Las aves locales son un fuerte agente de degradación, en especial el yaka yaka.

Fig. 9. Restos óseos al frente de una de las tumbas en el sector III (foto de 1997).

Fig. 10. Uno de los varios cántaros recuperados.

Fig. 11. Un cuenco de los varios que proceden de nuestras excavaciones de 2007.

Fig 12. Taquisas o instrumentos agrícolas. Tal vez a ellas se refiera la nota cuando dice "piedras talladas"

DOCUMENTOS CITADOS





































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